Una razón por la que seguimos dando tumbos con el tema fiscal es la insistencia de ver el desajuste de las finanzas estatales como un mero problema contable, cuando en realidad se trata de un problema político estructural. Esto se debe a que el gobierno no se rige por las mismas reglas que una familia o empresa, pues los incentivos que enfrentan los políticos son muy distintos a los de una jefa de hogar o el dueño de un negocio.
Primero, el más obvio: los políticos administran dinero ajeno –de ahí su proclividad al despilfarro y la ineficiencia–. Es inusual verlos manejando responsablemente la Hacienda pública, y cuando los desbalances fiscales se vuelven insostenibles, su solución casi siempre consiste en demandar más recursos, puesto que son otros los obligados a pagar los platos rotos.
Los políticos tampoco piensan a largo plazo, ya que ostentan sus cargos por poco tiempo. Por eso, la mayoría de las veces no deben enfrentar las consecuencias de sus acciones. El incentivo cortoplacista de un gobernante es ganarse favores gastando cuantiosamente y dejar que sus sucesores lidien con la cuenta. Además, tenemos que mientras los beneficios del gasto público –vía subsidios, transferencias y remuneraciones– son concentrados, los costos de muchos impuestos –particularmente los indirectos– son ocultos y pueden pasar inadvertidos. Asimismo, los grupos favorecidos por el gasto se constituyen en poderosas clientelas políticas que lo vuelven “inflexible”: una vez otorgado, es muy difícil quitarle un subsidio o beneficio a alguien –más aún cuando la jurisprudencia constitucional los cataloga de “derechos adquiridos”–.
Por eso, los políticos prefieren subir impuestos que disminuir gastos –aunque la opción preferida, claro está, es el endeudamiento–. No sorprende entonces que todas las “reformas” fiscales implementadas en los últimos 30 años hayan consistido exclusivamente en incrementos de tributos –sin que hayan resuelto el problema–.
En una hoja de Excel, la solución al déficit parece sencilla y la hemos escuchado ad nauseam: aumentar ingresos y recortar gastos. Pero la realidad es más compleja. Hay que cambiar primero el marco institucional en el que se manejan los políticos, imponiéndoles reglas constitucionales infranqueables que prohíban las partidas presupuestarias sin contenido económico y limiten el crecimiento del gasto y la capacidad de endeudamiento estatal.
Publicado en La Nación el 21 de agosto del 2017.