Recurrir a la emisión monetaria para financiar temporalmente los gastos del gobierno –si bien es una política con fuertes restricciones legales– también es una acción in extremis que expone la terrible situación fiscal del país. Si las circunstancias han forzado a las autoridades a considerar válido prender la maquinita de imprimir dinero del BCCR, entonces más que nunca se justifica poner sobre la mesa otras medidas extraordinarias que contribuirían a estabilizar las finanzas estatales a mediano plazo. Eso incluye vender algunas de las joyas de la abuela.
Vender activos estatales para hacer frente a una delicada coyuntura fiscal es, por lo general, una mala idea. La experiencia internacional muestra que, en dicho contexto, la prioridad de los gobernantes es maximizar la renta de la transacción, lo que los incentiva a pactar mercados protegidos con tal de elevar el precio de venta. Además, si no se ajusta el gasto público, privatizar activos únicamente sirve para comprar tiempo, y no mucho.
Sin embargo, esta podría ser una medida eficaz si se contempla dentro de un programa coherente de reformas estructurales cuyo norte sea la consolidación fiscal y la promoción de la competencia. En primer lugar, promulgar políticas que frenen el crecimiento del gasto y pongan candado a futuros excesos. Aquí caben la introducción de un salario único en el sector público, derogar las leyes de destinos específicos, converger todos los regímenes de pensiones en el IVM y aprobar una regla fiscal constitucional.
Con esas reformas encaminadas, se puede plantear la venta de entes como el INS, Bicsa, Racsa, BCR y activos de Fanal y Recope. Aun cuando la finalidad sea recaudar dinero para abonar a la deuda del Gobierno Central, en todo momento debe imperar el objetivo de establecer el mayor nivel de competencia en los respectivos mercados.
Según cálculos conservadores, esas operaciones podrían generarle al Estado entre $2.500 millones y $3.000 millones; unos 4 o 5 puntos del PIB. No es una cifra mayúscula, pero ayudaría a reducir el monto de la deuda –que ya supera el 50 % del PIB–, lo cual a su vez aliviaría la presión sobre las tasas de interés y reduciría el costo de servir ese pasivo.
El resultado de un programa de esta naturaleza sería finanzas estatales más estables y mercados más competitivos. Bien vale la pena plantearlo.
Publicado en La Nación el 1 de octubre del 2018.